Ocurrió el 27 de marzo de 1945. La decisión, adoptada por el presidente de facto Edelmiro Farrell, llegó demasiado tarde y fue vista como el fruto de un acto desesperado
La decisión llegaba tardĂamente y era el resultado de una larga puja interna que se habĂa desarrollado en el seno del gobierno militar en los últimos dos años desde la revolución de junio de 1943. Aquel 27 de marzo de 1945 el presidente de facto Edelmiro Farrell decretó el estado de guerra entre la Argentina y la Alemania nazi y el Imperio del Japón, en adhesión al Acta de Chapultepec.
La decisión implicaba para Farrell una “humillación” que lo debilitó en su consideración popular. “Equivocada o no, inoportuna o no, la posición independiente de la Argentina era una compadrada criolla que se habĂa mantenido durante casi cinco años contra los poderosos del mundo”, explicó Félix Luna años después, en el que acaso sea su mejor obra, El 45: crónica de un año decisivo (1971): “La claudicación del 27 de marzo sólo podĂa tener una secuela lógica: el llamado a elecciones”. Fue entonces cuando Arturo Jauretche escribió en La VĂspera: “General Farrell, queremos morir acá”.
Como explicó Hans Morgenthau en su magistral obra Politics among Nations (cuya primera edición data de 1948), desde la consolidación de la influencia norteamericana en el Caribe en tiempos de Teddy Roosevelt (1901-1909) y sobre todo desde la imposición de la polĂtica del “buen vecino” de su sobrino Franklin D. Roosevelt (1933-1945) la hegemonĂa de los Estados Unidos estaba basada en su reputación de actor imposible de desafiar más que en el propio ejercicio de ese poder. Sin embargo, como es sabido, la Argentina habĂa desafiado a la gran potencia del norte cuando, en la conferencia hemisférica de RĂo de Janeiro de enero de 1942, se habĂa negado a declarar la guerra a las potencias del Eje tras el ataque japonés a Pearl Harbour semanas antes. El pedido del secretario de Estado Cordell Hull de que las naciones de las Américas acompañaran a Washington fue rechazado por las autoridades argentinas encabezadas por el presidente conservador Ramón Castillo y el canciller Eugenio Ruiz Guiñazú. Factores externos habĂan contribuido a mantener esa polĂtica de neutralidad. Fundamentalmente, la presión británica destinada a garantizar la llegada de exportaciones argentinas al Reino Unido durante el conflicto. El embajador británico en la Argentina entre 1942 y 1946, David Kelly, escribió en sus Memorias (The Rulling Few) que la ecuación geopolĂtica podĂa dibujarse en un “triángulo que consistĂa en que mientras Gran Bretaña y Norteamérica eran aliados, Gran Bretaña dependĂa de la Argentina en un 40 por ciento del abastecimiento total de carnes”.
Sin embargo, desde hacĂa varias décadas los Estados Unidos habĂan desplazado al Imperio Británico en la primacĂa global. El centro del mundo polĂtico y financiero se habĂa trasladado irremediablemente desde Londres a Washington y Nueva York. Los argentinos venĂan resistiéndose a aceptar la realidad desde hacĂa décadas. Ya en 1889 la delegación de nuestro paĂs a la Primera Conferencia Panamericana, integrada por Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña, se habĂa mostrado altanera y torpedeó todas las iniciativas de los norteamericanos. La terquedad de Castillo y su ministro de Relaciones Exteriores terminaron de consolidar esa visión y la Argentina quedó en soledad en aquella conferencia decisiva de enero del 42. Veinte de las veintiuna naciones americanas habĂan acompañado a los Estados Unidos rompiendo relaciones con el Eje y siete de ellas le habĂan declarado la guerra.
La polĂtica de neutralidad se mantuvo incolumne tras la revolución del 4 de junio de 1943, cuando el exhausto sistema polĂtico se derrumbó, como dijera un diplomático extranjero, como un castillo de naipes, y recién enero del año siguiente el presidente de facto Pedro RamĂrez se vio obligado a romper relaciones con el Eje, con el objeto de disipar el aislamiento internacional que a la Argentina le estaba resultando crecientemente insostenible. En los meses que siguieron, las relaciones entre Buenos Aires y Washington continuaron deteriorándose. Al punto que, en septiembre de 1944, unas declaraciones del presidente Roosevelt prácticamente pusieron en estado de congelamiento el vĂnculo bilateral. La Argentina, a su vez, era vĂctima de las desavenencias internas en el Departamento de Estado. Mientras que el responsable para asuntos latinoamericanos -y luego subsecretario de Estado- Sumner Welles mantenĂa una postura moderada y contemplativa para con el régimen de Buenos Aires, su superior, Cordell Hull, detestaba a los argentinos. Una antigua animosidad para con el ex canciller y Premio Nobel de la Paz Carlos Saavedra Lamas alimentaba esos sentimientos.
Como vimos, la decisión de declararle la guerra al Eje tuvo lugar recién a fines de marzo del año siguiente, cuando el curso de la contienda ya estaba decidido. “Too Little, Too Late”, sintetizó un corresponsal extranjero.
Luna describió que en aquellos meses iniciales el gobierno de facto “parecĂa agonizar”. Un anuncio sobre un llamado a elecciones habĂa sido tan ambiguo que no habĂa logrado oxigenar la situación.
Cuando las potencias aliadas convocaron a la Conferencia de San Francisco, a comienzos de 1945, la Argentina no figuraba entre los paĂses invitados. En nuestro paĂs, tal vez ninguna obra sobre el perĂodo haya tenido más influencia que la del embajador Juan Archibaldo Lanús De Chapultepec al Beagle. Roosevelt, Churchill y Stalin habĂan decidido, en la conferencia de Yalta, celebrada en el antiguo palacio de Livadia, residencia de verano de los zares, que solo serĂan convocados aquellos paĂses que hubieran declarado la guerra al Eje con anterioridad al 1 de marzo de 1945. Lanús explica que el gobierno argentino “se encontraba ante un desafĂo externo que exigĂa una muy rápida y eficaz acción si no querĂa que el paĂs quedara fuera de la lista de Miembros Fundadores de la Organización de las Naciones Unidas (...) no se trataba de suscribir el Acta de Chapultepec y declarar la guerra al Eje, sino de convencer a los lĂderes de los Estados triunfadores de la guerra, de que la Argentina tenĂa vocación, aptitud y legitimidad para pertenecer a la nueva organización internacional sobre cuyos principios se proyectaba crear un nuevo mundo para la posguerra”. Lanús recuerda el esfuerzo del subsecretario para asuntos hemisféricos Nelson Rockefeller (que llegarĂa a ser gobernador de Nueva York y vicepresidente de los EEUU treinta años más tarde) en favor de destrabar el veto soviético que pesaba sobre nuestro paĂs. Fue entonces cuando la diplomacia de Stalin y su canciller Molotov aceptó a regañadientes el ingreso de la Argentina. A cambio, al Kremlin se le permitió el acceso, como miembros plenos, de dos repúblicas soviéticas -Ucrania y Bielorrusia- que no eran entonces más que dependencias de Moscú. Era una forma de “compensar” a la otra superpotencia emergentes de la guerra dado que en el listado de miembros originales de las Naciones Unidas los paĂses de las Américas -aliados de Washington- tenĂan un peso decisivo. Veintidós de los cincuenta miembros originales de las Naciones Unidas pertenecĂan al hemisferio americano.
Para entonces, la contienda mundial se aproximaba a su final. Las tropas del Ejército Rojo tomaron Varsovia y poco después ingresaron en territorio alemán. BerlĂn cayó en la primera semana de mayo. Lo cierto es que la declaración de guerra de la Argentina al Eje, decretada un dĂa como hoy, hace 75 años, habĂa llegado demasiado tarde y fue vista como el fruto de un acto desesperado. La historia suele ser cruel con quienes no comprenden -o lo hacen tardĂamente- el sentido de los acontecimientos.
El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador de la Argentina en Israel y Costa Rica.
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